
Sorprende Bigas Luna apartándose de su estilo visualmente directo y perturbador cuando se trata de hablar de sexo, y aunque el tema del film no dejen de ser las relaciones eróticas, “La camarera del Titanic” acaba convirtiéndose en una confesión del propio autor sobre su cine.
Una producción algo más generosa de lo habitual nos coloca ante una película de época, concretamente a principios del siglo pasado, —no podía ser de otra forma tal y como indica su título—. Concretamente el día y el momento en el que el histórico trasatlántico partió para no volver. En su trama, un pardillo que se encuentra en el lugar por azar, es abordado por una atractiva señorita, supuestamente camarera en el famoso barco. Ambos pasan la noche en la misma cama, pero la timidez del varón, abrumado por la belleza de ella, hace que no se consume ningún tipo de relación entre ellos. Al amanecer la muchacha ha desaparecido y el ingenuo volverá a su pueblo.
Y aquí Bigas Luna comienza a explicar lo que había sido y era su cine. El joven protagonista, animado por sus camaradas de taberna, empezará a relatar las fantasías amorosas que en su imaginación deberían haber ocurrido en aquella habitación junto al Titanic. El éxito de tales narraciones acabará como espectáculo teatral, confundiendo la imaginación con la realidad.
Si todo el grueso del cine del director catalán se basa en eso, en fantasías eróticas explícitas, aquí se transforman en narraciones que nos conducen a ubicar el sexo, no en el bajo vientre, sino en la imaginación. La confesión, cierta o no, de que las constantes provocaciones en su cine, son solo eso, provocaciones dirigidas a estimular la fantasía del espectador. Y las exageraciones, personalizadas en trasatlánticos de lujo, acaban desapareciendo en el fondo de cualquier mar de realidad.
¿Qué sería el sexo sin las mentiras (o la imaginación como tú dices)?
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