
En enero de 1998 falleció por suicidio asistido —de forma clandestina por supuesto—, el gallego Ramón Sampedro, una persona tetrapléjica desde hacía casi treinta años y que venía demandando largo tiempo en los juzgados la eutanasia, apoyado por la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD). Ni que decir tiene que inútilmente. Si los jueces se basaban en la legislación vigente, los legisladores se regían por su propio canguelo, pendientes únicamente de su principal objetivo: los votos.
El suceso, recogido por los medios de comunicación, —por aquello del morbo, supongo— parece que ayudó a concienciar a la sociedad, del derecho de disponer de su propia vida, y por consiguiente de su propia muerte. Concienciación que duró al menos dos o tres minutos; después, “si no me afecta a mí, que le den”.
No obstante, contribuyó a que algunas personas tomaran conciencia del problema, lo que contribuyó a que en 2001, el director Roberto Bodegas filmase la historia para varias televisiones autonómicas en un mediometraje titulado “Condenado a vivir”, en el que narraba en una producción muy modesta la peripecia del gallego. Modesta aunque valiente y al parecer fidedigna. La repercusión de esta aventura por las televisiones, fue nula. Yo la vi años después por pura casualidad, pues incluso ignoraba su existencia.
Ya en 2004 y con toda una exhibición de producción de lujo, Alejandro Amenabar, el eterno niño prodigio, rueda “Mar adentro”, —curiosamente demasiado parecida a la anterior—, pero ahora con la maquinaria del cine comercial a su disposición, con actores de primera fila, localizaciones a medida y efectos imposibles, el film resultante sí llegó al gran público…, y a concienciarlo por lo menos otros cinco minutos más.
La diferencia, además de una calidad cinematográfica incuestionable, era que el relato durísimo, seco y sobretodo reivindicativo, se había convertido también en un lucrativo melodramón de llorar durante dos horas —hecho constatado personalmente al final de la proyección, cuando aún existían las salas de proyección, claro—. La conclusión fue que efectivamente, el melodrama lacrimógeno vende mejor que la áspera tragedia, y la concienciación de la somnolienta sociedad dura un rato más.
Ahora se cumplirán veinticinco años del suceso, hace unos meses se aprobó una ley a bombo y platillo, (que los conservadores prometen revocar), una ley insuficiente por todos los costados, que los sanitarios, conservadores de nacimiento, se niegan a cumplir alegando descomposición intestinal; que no se ha regulado todavía; y que las cifras de atención, casi dos años después, son desalentadoras.
Los enfermos desahuciados siguen muriendo cruelmente, los encarnizamientos clínicos son un buen negocio para los hospitales privados, los que simplemente no desean seguir por aquí han de terminar violentamente, y a los que no les afecta tampoco les interesa, y como siempre, los políticos miran hacia otro lado.
Ramona Maneiro, amiga que auxilió a Ramón Sampedro, y por lo que se trató de enjuiciarla en su día, decía públicamente en el vigésimo aniversario: “Han pasado veinte años y no hemos avanzado una mierda”. En vísperas del vigésimo quinto aniversario, ya podemos decir que sí, que ahora ya hemos avanzado una mierda.
La iglesia no quiere ceder a la sanidad su protagonismo en esto de la muerte, con o sin leyes.
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