
El cine español encuentra el camino de la comercialidad. Algo así titulaba un artículo estos días de fiesta promocional del cine. Se refería a ese tipo de películas que podíamos llamar thriller a la española, a las que habría que añadir la recurrente comedia más o menos histriónica de siempre, ahora puesta un poco al día (desde Tony Leblanc o el landismo, por dar alguna pista a los despistados).
“Tarde para la ira” es la ópera prima como director del actor Raúl Arévalo, que siguiendo la estela de los éxitos de compañeros como Alberto Rodríguez o Daniel Monzón, aportan un toque local al género clásico de aventuras violentas.
No va más allá en sus pretensiones que el amortizar lo mejor posible la producción, además de hacer pasar un rato entretenido a la parroquia. Sin olvidar aquello de dar trabajo a los sufridos currantes —unos con purpurina, otros sin ella— del gremio. Parece que consigue sus propósitos muy dignamente, aunque lamentablemente resulte el consabido pan para hoy y hambre para mañana.
Y es que en el fondo es cuestión de economía, y la economía se mueve al ritmo de los gustos y costumbres del consumidor. Leía hoy sobre la precariedad en los empleos relacionados con la industria cinematográfica. Pues como todos, diría yo. Con la puntualización de que el negocio del cine, o lo que fue hace medio siglo y su difusión en salas oscuras, sigue teniendo el mismo planteamiento empresarial. ¿Es raro pues que no funcione?.
Así pues, veo la industria del cine —como industria—, huyendo de la realidad, esa que nos dice que la fórmula se ha terminado, que ha sido sustituida por nuevas tendencias. Que la gran mayoría de los actores, directores y demás personal, no puede vivir solamente de esto. Ni los que ponen el dinero van a recuperarlo con pingües beneficios.

Si a esto unimos la mentalidad que hemos inculcado a los jóvenes, con toda nuestra mejor voluntad, la de dedicarse profesionalmente a aquello que más les guste y no aquello que mejor le de de comer (como nos enseñaron a los viejos); acabamos en que demasiados han preferido ser profesionales relacionados con el ocio, las artes o la filosofía parda. Todo muy loable, pero nos hemos olvidado de que hay que sobrevivir.
Ni quiero, ni pienso que el cine como expresión, tanto lúdica como artística, esté en peligro de extinción. Antes, por este camino pasaron la pintura, la música, el teatro, la literatura… y tantas otras actividades, que hoy han quedado como productos para una élite, o bien la más mercantil, o bien la más intelectual.
Solo unos pocos, muy pocos, son necesarios (los demás somos contingentes). El pintor que vive de la docencia; el músico que espera al bolo del fin de semana desde la oficina del paro; el actor que ejerce en la hostelería; el poeta que pasa sus mañanas en la administración; y el cineasta… pues también. Debajo de las alfombras rojas solo está el asfalto.
Sabias palabras …
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