
Este post empieza una noche en las redes sociales. En un programa radiofónico difundido en una de ellas, un veterano reportero de guerra afirma categóricamente: «Hay cascos azules que pagan un euro para pasar una noche con una niña«. Las reacciones de rechazo fueron unánimes, y un «cinéfago«, —el que más disfruta del cine en el mundo—, tuvo a bien recomendarnos esta película, «La verdad oculta” (The Whistleblower), de 2010, como documento de ficción basado en la historia vivida por su protagonista.
El film se desarrolla durante la posguerra de los Balcanes, donde las fuerzas de Naciones Unidas, deberían intermediar entre los bandos, para consolidar la fragilidad de una paz empapada de odios. Aunque, en realidad, podría ser en cualquier otro sitio, paradójicamente, el mundo de la guerra está repleto de ejércitos de pacificación con casco celeste.
Lo primero que me llama la atención como ignorante espectador de por aquí, —y aunque ello no sea el motivo de denuncia de la directora canadiense Larysa Kondracki—, es la estructura de esos destacamentos militares de la ONU. Sabido es que la inmensa mayoría de medios materiales y humanos, así como de su planificación y decisiones, proviene de los omnipotentes Estados Unidos, los demás países presentes en los conflictos, son simples comparsas que solo sirven para justificar internacionalmente cualquier operación.
Pero lo más llamativo para quienes todavía no estamos familiarizados con en el neoliberalismo salvaje, es comprobar como el propio ejercito norteamericano está privatizado en buena parte, a base de los llamados «contratistas«, empresas mercantiles que se nutren de mercenarios bien pagados, de cualquier sitio y, a poder ser, sin ningún escrúpulo, los visten con el uniforme oficial, y los echan a pegar tiros.

La historia que nos cuentan a continuación, ya tiene menos de extraña una vez conocido el sistema de selección y el objetivo de la misión: suculentos sueldos para los uniformados y pingües beneficios para las empresas intermediarias contratadas. (Recomendación sobre el tema: «Route Irish» de Ken Loach).
El argumento de la película, —que da por normal lo anteriormente descrito, al ser americana—, se centra en denunciar el secuestro y la trata de chicas para fines sexuales, en un «mercado» cuyos únicos demandantes son los componentes bien pagados de las citadas «fuerzas de pacificación«. El alto grado de conflictividad que conllevan (algunos de) sus componentes, propician la participación mafiosa, de los lugareños menos escrupulosos, de las supuestas autoridades locales, así como de los mandos oficiales y estado mayor de semejante piara.
La crudeza del relato nos acerca a lo más duro de Costa Gavras, Ken Loach, Michael Moore, entre otros, no muchos, que nos recuerdan de vez en cuando que la guerra, la política y los negocios que mueven, son algo más que una película.
En cuanto al film y su forma narrativa, la directora utiliza el formato habitual del thriller policiaco, con lo que no puedo estar muy de acuerdo. Para tratar un tema tan escandalosamente inmoral como éste, el género, pariente cercano del cine negro, si bien en sus orígenes retrataba los fondos más corrompidos de la sociedad, ha venido derivando en simples historias de entretenimiento televisivo, trivializando cualquier tema en favor de la aventura meramente divertida. El fondo se convierte en excusa. Pero ese fondo suele ser la marginación, las drogas, la prostitución y la delincuencia en general, que quedan difuminadas por la trepidante acción de heroicos agentes policiales, medio «supermanes» inverosímiles.
Si los casos mencionados me parece que ya no tienen remedio, que por manidos y gastados han perdido la capacidad de concienciar a nadie, el procurar que no ocurriera lo mismo con el tema tratado ahora, tan sangrante como desconocido, y recurrir a otro estilo narrativo menos gastado, quizás hubiera sido todo un acierto. No obstante, que estos «peros» de tiquismiquis, no sirvan para desmerecer un valiente alegato contra la hipocresía en sus más altas esferas.
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