
El director francés Jacques Audiard (aquel de “De Óxido y Hueso”), vuelve a trabajar una temática controvertida. En este film, “Dheepan”, nos cuenta sobre la integración —o no— en los países europeos, de los refugiados que huyen de las guerras sistémicas, que abundan en el tercer mundo. Vamos a pensar bien y no caigamos en la tentación de clasificarla de efectista y demagógica.
El relato es crudo, porque la situación es cruda. Por sí solo, aún sin tener en cuenta el componente emocional de sus protagonistas, la situación que nos presenta es como para replantearse muchas posturas morales y sobretodo políticas.
Estamos viendo diariamente la mala gestión desde los países acomodados de Europa, de la acogida e integración de aquellos que huyen del horror de la guerra. La película, sin tomar partido, nos muestra los pros y contras de las dudosas decisiones por parte de las naciones de acogida… o supuesta acogida.
En la historia, escondida detrás de la ficción, el director aprovecha para exponer una dramática situación cualquiera. Nos sintetiza a una falsa familia, con documentación obligadamente falsificada para su aceptación, y en la que se integran tres personas desconocidas entre sí, a las que solo une el deseo de ser reconocidos como refugiados políticos. Una joven convencional, una niña huérfana y un activista desertor de las guerrillas en su país, tendrán que parecerse a un hogar modélico.
Todos huyen después de haber perdido sus familias, paradójicamente, formando ahora una nueva, forzada y ficticia. Los tres habrán de comulgar con el convencionalismo social pertinente, para ser admitidos en los fariseos programas de integración. Pero no acaba aquí el camino de rosas, la convivencia en los suburbios habilitados sin nigún cuidado para los “extraños”, donde convivirán personas de distintas procedencias y problemáticas, se verá como está abocada de forma violenta a la delincuencia y el fracaso.

El relato frío y neutral, lo mismo puede ser interpretado a favor de las críticas de una inhumana situación por parte de los círculos defensores de los derechos humanos; que se le puede dar la vuelta por los defensores ultras de Le Pen y similares, demonizando una imposible integración racial y social. Pero la realidad está ahí.
Es evidente la crítica que se desprende hacia las situaciones bélicas, las cuales solo se entienden desde el punto de vista de un sistema económico globalizado, en el que las guerras —lejos de casa— son una base fundamental en su sostenimiento: destrucción, para volver a construir y alimentar la espiral falsamente infinita que define el sistema capitalista, o neoliberal como se dice ahora.
Tampoco se salvan los acomodados entornos del hipócrita “estado del bienestar”, que tarde o temprano se verán inundados por las nuevas “invasiones bárbaras”, y cuya reacción, lejos de primar el humanismo, se limita a apartar a los que molestan y procurar ser perturbados lo menos posible.

Si el mero relato de los hechos, resulta ya suficientemente impactante, al director le interesa incidir más el conflicto emocional de sus personajes, que acaba yendo más allá de cualquier violencia de barrio. El trauma de la guerra es el denominador común en el distinto comportamiento de nuestros tres protagonistas. Aunque procedentes de orígenes diferentes, el daño anímico resulta idéntico. A pesar de sus distintas posiciones en el conflicto, las víctimas siempre acaban siendo todos.
El final de la película resulta extraño, después de lo expuesto, no acaba de ser entendido sin una buena dosis de ingenuidad. Pues eso, “vamos a pensar bien y no caigamos en la tentación de clasificarla de efectista y demagógica”,… reconocimiento de Cannes incluido.

Les has perdonado el final, la veré!
Me gustaMe gusta
Vela, vela
Me gustaMe gusta