
A veces, a temporadas, en nuestra cabeza nos aparece esa obsesiva realidad del tiempo, ese que pasa inexorablemente sin dar respiro. En esa edad otoñal, en la que el futuro, inevitablemente será el invierno, aparece la nostalgia de nuestra primavera, aquella que al contrario que la astronómica, no volverá a repetirse. Las prisas por detener lo imposible, el vértigo a la pendiente, el intento vano de recuperar sensaciones que ya solo viven en el recuerdo, nos aboca a intentar desesperados cambios, buscando un nuevo impulso que rejuvenezca nuestra ya gastada física y química.
Nuevos horizontes aparecen en el fin de una etapa, en la vida laboral, en la pareja, en la salud, en nuestros miedos, que nos empujan a tratar de recuperar esas sensaciones pasadas, retornar a viejas amistades, o volver a aquellas actividades abandonadas por las obligaciones más imperiosas, todo ello como desesperado remedio a una nueva variante de ansiedad.
Y cómo no, el recurso del cambio de vivienda. Un nuevo habitáculo que nos aleje de esa realidad que nos dice, que la mayor parte de nuestro camino se conjuga ya en tiempo pasado. Trampas que queremos ponerle a la vida, pero que la vida se ríe de ellas.
Quizá solo cuando nos demos cuenta que ese lugar en el que fuimos a veces felices, a veces infelices, en el que luchamos, en el que amamos, es nuestro lugar, aceptaremos que esto es así: un teatro en el que una función termina, para que otras funciones vuelvan a comenzar su representación.

El film, “Ático sin ascensor”, una comedia nostálgica, afronta de una forma amable y optimista, uno de esos episodios de “pánico al final del camino”. El frenético cambio de casa como alegoría de un intento de volver a empezar. Una agradable comedia que huye de la visión más amarga del asunto, para reconciliarnos con una actitud simpática de cómo aceptar el presente, no sin antes de que la realidad nos haya abierto los ojos de que, al fin y al cabo, es lo que hay.
Aunque no nos gusten los temas de la vejez porque prefiramos mirar hacia otro lado más estético, aunque tampoco estemos de acuerdo con la filosofía del cuento, y aunque los innecesarios flashback de la película sean un insulto a la inteligencia, el hecho de ver trabajar juntos durante hora y media a Diane Keaton y Morgan Freeman, merece toda la pena del mundo.
Esos años que van pasando, y uno va dando cuenta que en algún momento llega el otoño. Hasta ahí entiendo, hoy soy consciente que si no muero antes, llegará para mi. Antes no lo era. Pero aún veo la mitad del frasco, lo lleno de ilusiones porque así me conviene, aunque mis amigos más viejis se empeñen en nublarme el vidrio. Como sea, es una etapa de la vida que siempre me intrigó, y que hoy respeto más que ayer. Veré la peli. No hoy, ni mañana.Pero de momento, yo también quiero verlos actuando a estos dos!
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Cada uno tiene su tiempo, ni es mejor ni peor, es el único posible.
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Me suena esa introducción a la película.
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¿Por qué será?
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