En estos tiempos de crispación, donde las personas se acaban convirtiendo en ratios financieros, donde la violencia tiene el dedo en el gatillo, y cuando las diferencias no son base de diálogo, sino de enfrentamiento. En estos tiempos, sienta de maravilla revisar obras como ésta, de Robert Mulligan, «Verano del 42«.
Aunque Mulligan no es un director al que siga especialmente, y aunque ande en el filo entre lo ñoño y lo sublime, cuando acierta, da gusto verlo.
Aquí, como supongo que todos habrán ya visto, –es del 71–, recurre a tópicos manidos, como ya hiciera en «Matar a un ruiseñor» (de lo mejor), pero como en ésta, la originalidad del guión pasa a un segundo plano. La delicadeza en la exposición, la perfecta métrica de los tiempos, o una fotografía absolutamente relajante (por cierto otra vez Edward Hopper), hacen soñar en un mundo humano, no absolutamente feliz, solamente humano.

El amor, el sexo, la inocencia adolescente, la vida y la muerte, tratados desde la nostalgia, con el acierto de una medida sutileza, convierten el film en una historia encantadora.
Un clásico, –para el que no lo tenga ya muy visto–, reconfortante, en estos veranos de ansiedad, donde el futuro parece que, de repente, ha desaparecido del horizonte. Pero solo parece.

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