En 1931 Pierre La Rochelle escribió su novela “Le feu follet”, trabajo autobiográfico que adelanta su propio suicidio. El escritor francés nunca había encontrado los alicientes necesarios para integrarse en una burguesía –la de los manidos y felices años 20–, al parecer, más preocupada por el placer que por los sentimientos. El nazismo le ofreció un ideario, que no dudó en adoptar, la frustración posterior de una solución también errónea, lo llevó al trágico final.
En 1963, Louis Malle, adapta al cine la novela de su paisano, bajo el mismo título “El fuego fatuo”, ubicando los mismos sentimientos de vacío en su París contemporáneo. Con una narración también basada en parte de su vida propia, nos trasmite la angustia de alguien que no encuentra la paz espiritual, en la filosofía del egoísmo.

Ahora, en 2011, el director noruego Joachim Trier, vuelve a retomar el tema, vuelve a reubicarlo en su tiempo y en su entorno.
En principio no es nada que se salga de lo habitual, eso de adaptar al cine, una y otra vez novelas clásicas o simplemente de éxito comercial. Lo interesante en este caso es la espinosa temática que subyace, tanto en la novela, como en las sucesivas adaptaciones cinematográficas. A pesar del tiempo transcurrido entre ellas, la vigencia del asunto corre paralela a la filosofía de una sociedad que en el fondo, parece que poco ha cambiado. El suicidio, o más bien las razones que nos llevan al mismo como solución única, siguen siendo un tema tabú, en lo que nos han contado que es el bienestar.

En ambos films –Malle y Trier– encajan perfectamente la problemática a su tiempo presente, de forma que incluso se hace difícil relacionar la una con la otra, sino es a través de su trasfondo último: un sistema que prioriza los valores del materialismo pragmático a los valores espirituales, o simplemente humanísticos.
Malle nos concreta a su protagonista en un vividor de clase acomodada, al que nada le falta aparentemente, ni dinero, ni sexo, ni posición social. Pero el vacío, la ausencia de algo, o más bien de alguien, lo llevará al alcoholismo y su imposible rehabilitación.
En el film de Trier, la situación es también la de un joven que ya ha pasado los treinta, que ha dejado atrás la inconsciencia de una juventud hedonista, y que su angustia no encuentra motivo para salir, en este caso, de la evasión que le suponen las drogas.

En todos los casos –1931, 1962, 2011–, la reflexión acaba siendo la misma. Puede una persona sobrevivir adaptado a las premisas de un modelo social acomodaticio, siempre que renuncie a la propia esencia del ser humano, su conciencia, su alma, convirtiéndose en un engranaje sin pensamiento ni sentimiento propio, dentro del sistema de este mundo feliz.
En caso contrario, el vacío absurdo, la soledad interior, la desesperanza, acaban formando parte de uno mismo. La salida ineludible es cuestión solo de tiempo, cuando en la búsqueda de alguien, solo encontramos algo.
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