MEMORIA DE LA LIBERTAD PROFANADA
Carlos Saura nació en Huesca el 4 de enero de 1932, y pasó los años de la guerra civil en la zona republicana (Madrid, Barcelona y Valencia), según los sucesivos destinos de su padre, que era funcionario del Ministerio de Hacienda. Esta infancia sumida en pleno conflicto bélico marcará definitivamente su memoria y su cinematografía, en la que los recuerdos y los traumas padecidos, aparecen en su obra de una forma reticente: “Recuerdo muy bien mi infancia, y en algún sentido pienso que la guerra me ha debido marcar más de lo que yo creo”.
Ya después de la guerra, en Madrid, estudia el bachillerato junto a su hermano Antonio con los maristas, bajo un régimen calificado por el mayor de los Saura como insoportable, hasta que conscientes sus padres de la nefasta situación, son apartados de la educación del centro religioso.
En 1950, oficialmente, estudia ingeniería industrial, aunque su verdadera vocación se inclina hacia la fotografía, lo que le proporcionará una sólida base técnica para su posterior paso al cine. En 1951 realiza exposiciones individuales en Madrid y Cuenca, integrándose posteriormente en el grupo de arte de vanguardia Tendencias, que componía entre otros su hermano mayor el pintor Antonio Saura. Con ellos participa en diversas exposiciones y certámenes hasta el año 1953, en el que decide abandonar el grupo y continuar su trabajo en el campo de la imagen, mientras que sus componentes plásticos pasarán a formar el germen del influyente grupo El Paso.
Durante ese año abandona definitivamente sus estudios de ingeniería al darse cuenta que no sirven a sus aspiraciones culturales: “Deje la ingeniería porque un buen día me di cuenta que me estaba embruteciendo de una manera monstruosa, con unos estudios que exigían una dedicación enorme, un número de horas al día absurdo, y me daba cuenta de que mientras mi hermano estaba progresando cultural, personal e intelectualmente, yo me estaba quedando estancado”.
Por lo demás, y gracias a sus ingresos como fotógrafo, disponía de recursos suficientes para moverse por toda España, su actividad seguiría con exposiciones y publicaciones de sus trabajos, incluso empezó a preparar un libro de fotografías sobre el país, que nunca terminaría. Pero, para entonces, su vocación cinematográfica parece decidida y acaba matriculándose en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (I.I.E.C.).
El I.I.E.C. era, ante todo, un gran foro de encuentro de toda una generación de jóvenes interesados por el cine llegados desde todos los rincones de la península. Por sus aulas desfilarán Mario Camus, Basilio Martín Patino, Miguel Picazo, Francisco Regueiro, Jose Luís Borau, etc. Sin embargo, ese ambiente tan estimulante entre los estudiantes no hallaba correspondencia adecuada entre el profesorado, que se había quedado muy rezagado, estancado en las técnicas del cine ruso o el expresionismo alemán, que en su momento convulsionaron el cine mudo, pero que por entonces estaban ya muy superadas.
El revulsivo para unos jóvenes que acudían a la Universidad con el ánimo de aprender seriamente una profesión, viendo en el cine el fenómeno cultural más importante de nuestra época, fue el descubrimiento del “neorrealismo”. Gracias a la semana dedicada a este cine por el Instituto de Cultura Italiano en 1951, supuso un autentico hito en el cerrado ambiente cultural español: “Fue un shock. De repente nos dimos cuenta de que se podía hacer un cine en la calle y con gente normal. Ahora parece banal, pero en aquel momento no lo era. Tú veías el cine español de aquella época y era Isabel la Católica, Agustina de Aragón o Juana la Loca. Y nosotros influenciados por el I.I.E.C. pensábamos que había que hacer un cine épico, a lo Eisenstein, exclusivamente técnico y formal. Fue entonces cuando empezamos a plantearnos el problema (naturalmente Bardem y Berlanga antes que nosotros) de un cine dentro del subdesarrollo español, es decir, con una base mucho más realista y con pocos medios”.
El otro hito, no menos importante, lo constituyeron las Conversaciones de Salamanca en mayo de 1955, que sirvieron de plataforma para la generación anterior a la suya, la de Bardem y Berlanga. El panorama del cine español a partir de las mencionadas conversaciones, toma un total protagonismo en
las figuras de los dos cineastas mencionados, protagonismo basado en la recuperación de un “realismo crítico”, influido por los clásicos de la literatura española, una corriente que aunque se inspirara en un principio en el revolucionario “neorrealismo” italiano, desposeía a éste de toda carga melodramática que lo alejaba, paradójicamente, del aspecto más crudo de la realidad.
A Saura le correspondería asistir a este proceso únicamente como espectador y como compañero en el Partido Comunista; pero su verdadero papel en el cine español se irá configurando desde el momento en que personalmente juzgue insuficiente e inadecuado, no solo los principios impuestos por el Régimen, sino también aquella primera ruptura con el Sistema protagonizada por la anterior generación del “realismo crítico” de los citados Bardem y Berlanga.
Políticamente, el cine de los cincuenta pasa en este periodo por momentos cruciales, con una industria inexistente, unas ayudas totalmente discriminatorias y una censura sin ninguna regulación legal y absolutamente arbitraria. En estos años y hasta 1962, en el que Manuel Fraga se hará cargo del ministerio correspondiente, Carlos Saura permanece en el I.I.E.C., primero como alumno y después como profesor, y a su vez realizando sus primeros cortos y documentales de una forma entre didáctica y experimental. Como punto culminante de aquella primera época, en 1959 rueda “Los Golfos”, su primer largometraje, puro neorrealismo con claras reminiscencias buñuelescas de “Los Olvidados”, y que resultó prácticamente boicoteada entre la censura y las distribuidoras comerciales.
Los cambios políticos introducidos, ya en la década de los sesenta, por el nuevo ministro, van a influir significativamente en el mundo del cine: aportando un nuevo código de censura, una política de subvenciones “algo” más ecuánime y unos cambios dentro de la Dirección General de Cinematografía y del I.I.E.C. que supondrán, entre otras cosas, la salida de Saura del claustro de profesores del Instituto, circunstancia en principio sorprendente, pero que propiciará, afortunadamente, su total y definitiva dedicación a la actividad de dirección.
El nuevo talante más flexible en la Administración, una necesidad de promocionar un cine de cierto prestigio en festivales y certámenes internacionales, de cara a la propaganda exterior del Régimen, (que veía en sus miembros más jóvenes la necesidad de evolucionar o desaparecer), junto con una financiación más factible, originaron la aparición de toda una generación de cineastas, cuya obra se ha denominado genéricamente “Nuevo cine español”, y cuya base se fundamentaba en la formación, o más bien en el ambiente, del desaparecido Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, una generación que marcará una forma peculiar de hacer cine, sobretodo, hasta la desaparición del régimen dictatorial.
Si bien la referida evolución en la actitud política puede parecer un definitivo cambio hacia una libertad de expresión plena, nada más lejos de la realidad, cierto es que pasamos de la persecución arbitraria y brutal a una persecución con unas “reglas de juego”, que permitirán a todo un grupo de productores y directores afianzarse en el arte de eludirlas inteligentemente. Pero de esa lucha cotidiana con la censura habrá de nacer forzosamente un cine complicado, lleno de simbolismos y dobles sentidos que dificultarán su comprensión, y definitivamente, su acceso al gran público, circunstancia por la cual, en muchos casos, guiones cuya temática nunca aprobaría el Régimen, no eran radicalmente prohibidos y pasaban, con los pertinentes “arreglos”, a ser consentidos por la Junta de Censura: “total no se va a entender la película”.
Dentro de este juego se tendrá que desarrollar la obra de Carlos Saura en toda una primera época de cine profesional, que perdurará hasta la desaparición de los últimos resquicios de la dictadura. Y dentro de este juego llega “La Caza” (1966), su primer éxito, sino económico, sí de crítica y público (cinéfilo y universitario por supuesto), consiguiendo incluso el Oso de plata en el festival de Berlín, film que marcará una estrecha colaboración con el productor Elías Querejeta y que perdurará todo éste primer ciclo de temática más contestataria. La película se caracterizará sobretodo por una ruptura conceptual con la generación del “realismo crítico” del tandem Bardem-Berlanga, eligiendo un lenguaje más subjetivo y más profundo. En cuanto a su temática ya ha quedado apuntada la intención de denunciar un sistema político y social con el que forzosamente Saura no podía estar de acuerdo, y que inicia en esta película poniendo en solfa el hipócrita y salvaje comportamiento de la burguesía franquista, base precisamente del sustento del susodicho Sistema.
Ya consolidado en los círculos más intelectuales y con el éxito internacional de su anterior trabajo rueda al año siguiente “Peppermint frappe” (1967), que también consigue el Oso de plata en el festival de Berlín y que fue seleccionada para el festival de Cannes 68, en el que, al coincidir con el clima de contestación del mayo francés, su presentación acabó en un sonoro escándalo al negarse, director y productor, a su proyección en solidaridad con los manifestantes parisinos. En el filme se vuelve a incidir en radiografiar incisivamente a una sórdida clase media que se niega a mirar más allá de los Pirineos. La película está dedicada a Luís Buñuel, cuya obra, e incluso amistad personal, de alguna forma planea a lo largo de la filmografía del director oscense.
Además del considerable éxito de taquilla, que contribuyó a la posibilidad de dar continuidad a su obra, esta película marca tres encuentros también muy importantes, tanto para la obra individual del director, como para el cine español. El primero es la colaboración con el guionista Rafael Azcona, que junto con Elías Querejeta en la producción, formarán el equipo definitivo en esta larga y difícil etapa cinematográfica. El otro encuentro será con Geraldine Chaplin, hija del genial cómico británico, con la que formará pareja sentimental y con la que colaborará profesionalmente a lo largo de gran parte de su trabajo. El último hallazgo en esta aventura “mentolada” es el del actor José Luís López Vázquez, rescatado de papeles histriónicos en películas comerciales y mediocres, y que dejó atónitos a críticos y aficionados en una interpretación que le abriría las puertas a un cine de calidad, como uno de los mejores actores dramáticos del panorama nacional.
Al siguiente año, el polémico 1968, rueda de una forma experimental, prácticamente sin guión y buscando un lenguaje directo, la película “Stress es tres, tres”, que resulta un fracaso del que Saura extraerá la enseñanza de que “no era el camino de la improvisación el que más se ajustaba a su personalidad cinematográfica”. Rectificando su atrevimiento anterior y retomando a Rafael Azcona como guionista, en “La Madriguera” (1969), continuará su serie de películas encaminadas a denunciar los defectos de una clase social condenada a desarrollarse bajo la inquisitorial tutela del “aparato” del Régimen.
Hasta el momento el enfrentamiento con el Sistema se había producido a través de la crítica a las clases sociales que lo representaban, con “El jardín de las delicias” (1970), sin abandonar esta crítica, emprende un abierto camino directamente enfrentado a los principios políticos del gobierno, siempre, claro está, a través de complicadas metáforas o situaciones con doble sentido que eludieran la fulminante acción de la censura.
Este ataque directo se culmina en “Ana y los lobos” (1972), que tras innumerables problemas con la censura ve la luz gracias al carácter simbólico con el que se afronta el filme, y el inestimable apoyo internacional conseguido por Carlos Saura en los circuitos cinematográficos europeos.
Con el dictador ya muy envejecido, la muerte de su posible sucesor Carrero Blanco en un espectacular atentado y con las fuerzas de la oposición tomando posiciones para un más que esperado relevo, realiza sus dos últimas películas en vida del General, “La prima Angélica” (1973) y “Cría cuervos” (1975), con las que se puede dar por cerrada una etapa de militancia política caracterizada por la continua lucha para eludir la censura, sin dejar de expresar su repulsa y su crítica a un Régimen que coartó sistemáticamente la libertad de los más lúcidos y engañó con calculada iniquidad a los más inocentes.
El final del “enemigo” provocará un cambio trascendental, en el país en general, por supuesto, y en ciertos personajes en particular. Entre éstos Carlos Saura y como él todos aquellos que habían consagrado su trabajo a la lucha contra la dictadura, y que ahora, acabada ésta, su discurso de años ya no tiene cabida, incluso es menospreciado y calificado de caduco y desfasado. Como él, directores que apostaron por una posición valiente ante el poder totalitario: Bardem, Berlanga, Martín Patino, Erice, Picazo, Borau,.., o músicos, utilizados políticamente hasta la saciedad, Paco Ibañez, Raimon, Serrat, Llach, Labordeta, y tantos otros, escritores, pintores, etc., se verán obligados a cambiar su discurso hacia posiciones escapistas y comerciales, u optar por retirarse al mas indiferente olvido.
El natural y obligado giro que Saura se ve forzado a tomar, se va a caracterizar por una clara indefinición en la línea de su discurso, probando una y otra vez en distintos sentidos, lo que hará que su obra pierda la solidez y regularidad que la había caracterizado en su época anterior.
En su siguiente película “Elisa vida mía” (1976), prescinde prácticamente de toda referencia política, adentrándose magistralmente en el aspecto psicológico de sus personajes, en un ejercicio que nos recuerda gratamente al cine de Bermang, y que parece apuntar hacia un camino en el que Saura puede explotar su experiencia en el estudio profundo de los personajes, como había venido haciendo habitualmente, pero ahora desprovistos de las dobles lecturas políticas.
Sorprendentemente, en su siguiente filme “Los ojos vendados” (1978), (ya nada que ver con el anterior), se vuelve a ver el Saura militante, con su feroz crítica a las dictaduras. Abandonando definitivamente el estilo complicado y metafórico que le venía caracterizando, nos ofrece un discurso claro y contundente que nos va a recordar irremediablemente el “realismo crítico” de su primer largometraje “Los golfos”, que, paradójicamente, había tratado de superar durante años, profundizando en el “realismo psicológico” de sus personajes.
“Deprisa, deprisa” (1980), nos confirmará ésta vuelta a sus orígenes; una vuelta corregida y mejorada, con la que conseguirá el Oso de Oro del festival de Berlín. Una de sus mejores películas, que nos hará presagiar, (equivocadamente), un largo camino por un cine que aúne junto con el buen hacer de Saura, su fuerte temática de denuncia social, su realismo bordeando el documental, y su respeto hacia la psicología particular de sus protagonistas.
Quizás su ruptura sentimental con Geraldine Chaplin, su separación de Elías Querejeta en la producción, la espectacular evolución de la sociedad española en la década de los ochenta o quien sabe qué otras circunstancias, van ha hacer que la carrera de Carlos Saura inicie un claro declive, muy lejos de lo que fue una figura emblemática contra la dictadura y muy lejos de lo que prometían, aunque por caminos distintos, las “Elisa vida mía” o los “Deprisa, deprisa”.
En una especie de “refugiarse en los cuarteles de invierno”, aborda lo que en principio sería una trilogía cercana al documental, (y en la que después acabará instalándose de una forma cómoda y recurrente), sobre su gran pasión: el flamenco. Con “Bodas de sangre”(1981), “Carmen” (1983) y “El amor brujo” (1986), ofrece un intento de dignificar un estilo que había sido utilizado y manipulado por el antiguo régimen hasta la saciedad. Un intento plenamente logrado, pero demasiado aséptico para lo que se esperaba de su director.
Alternando sus escapistas experiencias con el flamenco, continúa su desigual carrera, con intentos fallidos de reencontrar un estilo que consiga comunicar con el público. Significativos fracasos como “Dulces horas” (1981), “Antonieta” (1982), “Los zancos” (1984), “Dispara” (1993) o la costosa superproducción “El Dorado” (1987), hacen pensar que el director aragonés nunca logró recuperar el acierto de su personal discurso cinematográfico, dentro una sociedad ya libre de manipulaciones (evidentes) y con una acomodación material y un conformismo ético al que molesta cualquier alusión que pueda perturbar su ilusoria y virtual felicidad consumista.
Títulos como la fresca, directa y hasta divertida “¡Ay Carmela!” (1990) ambientada en plena guerra civil, o uno de sus últimos trabajos de este siglo XX “Taxi” (1996), que nos devuelve al mundo de la intolerancia, nos vienen a recordar de vez en cuando al director siempre comprometido y magistral, aunque cada vez más desconcertante y desconcertado: Carlos Saura.
(Texto año 1998)