EL MAGO DEL SUSPENSE
Han tenido que pasar muchos años, como suele ocurrir en la historia, para que del cine de encargo, que Hollywood distribuía por todo el mundo, se vayan rescatando algunos nombres propios, que quedaban confundidos entre la gran masa de realizadores de plantilla, que desarrollaban su trabajo artesanal, sin más pretensión que ser aceptados por el frío mundo de la rentabilidad financiera.
Nombres propios que, sin olvidar el fin último de todo producto mercantil, aportarán su sensibilidad a esta industria que tanto se parece al arte o, quizás, haya que decir, a este arte, que tanto tiene que ver con la industria.
Uno de estos pilares que, con su genialidad y su buen hacer, contribuyeron a que el cine se consolidara como arte, o como industria, qué más da, fue el inglés Sir Alfred Hitchcock, también conocido como “el mago del suspense”. El mago del suspense, y el mago del disimulo y del disfraz, el gran farsante que pasó toda su carrera jugando con el espectador, con la crítica, con las productoras y, posiblemente, consigo mismo. Un mago que se sacó de la chistera el género de “suspense”, que vendía sus películas como un producto de entretenimiento, sin ninguna pretensión, pero que su calidad de artista lo acabaría delatando. Y es que, toda trayectoria de un gran autor, y de forma especial sus obras maestras, no pueden dejar de ofrecernos a la vez dos cosas: una visión personal del mundo y una reflexión sobre el propio arte en el que el autor se expresa, aunque a menudo sea de una forma implícita y difícil.
Si toda obra de arte, pues, es un espejo donde se refleja su creador, en Hitchcock, su estilo analítico, y no descriptivo, como en principio nos hace creer; su estilo expresionista encubierto de un aparente naturalismo, esta comprometiendo, consciente o inconscientemente, su opinión particular. Pero además, el astuto director, a través de sus intrincados guiones, minuciosamente preparados, consigue siempre implicar al espectador, con lo cual, su cine acaba también reflejándonos a nosotros. Como recuerda Borges, “las cosas que le ocurren a un hombre, nos ocurren a todos”.
Resulta muy difícil precisar hasta que punto un gran artista es totalmente consciente de lo mucho de sí mismo que deja en sus obras, pero, difícilmente podrá evitar que sus creaciones lo expresen, y más tratándose de una personalidad tan acusada, particular y compleja como la de Hitchcock. El mago del disimulo y la discreción, queda desnudo, traicionado por su propio arte
La gran fatalidad de todo gran creador, tal vez consista, en lo inevitable de su propio testimonio.
ALFRED HITCHCOCK
Alfred Hitchcock, nació en Londres en 1899, de su infancia, como del resto de su vida privada poco se conoce, y lo poco que se conoce, nunca se sabe si es cierto, o es otra broma de tan singular personaje.
La transcripción de sus propias confesiones sobre su infancia, que hiciera en la magnífica entrevista para François Truffaut, pueden revelar el misterio de gran parte del contenido, serio y profundo, que impregna su obra. Sobre las relaciones humanas, sobre las inquietudes y los miedos, sobre el sexo, sobre los temas universales de la existencia del hombre, pero, siempre disfrazados de trivialidad, expuestos como con vergüenza, sin querer molestar, unas veces en forma de aventuras, otras de comedias, algunas de terror, y siempre envueltas en su personal suspense.
A la pregunta de Truffaut por el carácter de su familia, Hitchcock responde:
“Mi padre era muy nervioso, mi familia adoraba el teatro, formábamos un grupo bastante excéntrico, pero yo era lo que se llama un niño bueno. En las reuniones familiares me quedaba sentado en mi rincón sin decir nada, miraba, observaba mucho. Siempre he sido el mismo y sigo siéndolo. Era lo contrario de expansivo, y muy solitario también. No recuerdo haber tenido nunca un compañero de juegos. Me divertía solo e inventaba mis propios juegos.
Estuve interno desde muy pequeño en Londres, en una institución jesuítica. Mi familia era católica y esto en Inglaterra es de por sí casi una excentricidad. Probablemente durante el paso por los jesuitas el miedo se fortaleció en mí. Miedo moral a ser asociado a todo lo que está mal. He procurado mantenerme siempre al margen,…”.
Fragmento que se puede reconocer continuamente en el fondo de toda la filmografía del director londinense.
Ya en su juventud, inicia los estudios de ingeniería, que le proporciona unos primeros conocimientos de dibujo, lo cual le permite trabajar en puntuales encargos para publicidad. Casualmente, y compaginado con su temprana afición al cine, empieza a colaborar en 1920 en la ilustración de los intertítulos que constituían el dialogo de las películas mudas. De ahí, a pasar a incorporarse al artesanal tinglado del celuloide, no hubo más que un inevitable dejarse llevar.
Hitchcock, como todo ser inteligente, nunca ha desdeñado asimilar las enseñanzas de sus maestros o incluso de sus propios colegas, así, sus comienzos como director en 1925, no dejan de constituir un necesario aprendizaje, influido por los Murnau, Lang, Chaplin o por cualquiera de los genios del cine mudo.
Hasta 1929 en que se incorpora al cine sonoro, sus trabajos siguen las premisas marcadas por los más vanguardistas realizadores, presintiendo y necesitando del sonido para un total desarrollo de su obra. De ahí, su implicación en lograr un lenguaje visual lo suficientemente explícito, como para prescindir lo máximo posible de los impertinentes intertítulos.
Pero, con la consolidación del sonido, estas preocupaciones desaparecerán. No obstante el estudio de la sintaxis en imágenes, resultará una base fundamental para el desarrollo de un lenguaje propiamente cinematográfico, en el que será imprescindible un equilibrio entre la exagerada mímica de antaño y el entusiástico abuso de la palabra, que pudiera convertir al cine en una radio con imágenes.
En este camino, buceando en el perfeccionamiento de su técnica, y oscilando sin ningún convencimiento, desde la comedia hasta género policíaco, siempre con una visión lúdica del cine, tendrá que llegar en 1935, después de diecisiete filmes previos, la película que encierra y marca el que será el inconfundible estilo Hitchcock: “Los 39 escalones” .
Ya en esta película, todavía de forma elemental, se recogen los puntos clave que se repetirán constantemente en su filmografía: el miedo, el destino expuesto al azar, la imposibilidad de controlar las circunstancias, las apariencias engañosas, la impotencia ante una inoperante justicia; y en medio de tanta angustia, el sexo, el humor y el intrigante y estudiado suspense. Todo ello manipulado, siempre pensando en la implicación del espectador como vulgar voyeur, tomando partido, y a menudo, e inconscientemente, en contra de sus principios, o lo que ellos pensaban que eran sus principios. No obstante, después de entretener, intrigar, angustiar, engañar y hacer reflexionar al espectador sobre lo relativo de sus convicciones, Hitchcock siempre tuvo la delicadeza de terminar sus obras felizmente, o al menos con cierta esperanza, de forma que quien había pagado su correspondiente entrada marchase satisfecho y dispuesto a repetir en el próximo estreno.
A este respecto no habremos de perder nunca de vista su cínica definición de lo que para él significaba el cine: “Un montón de butacas por llenar”. Evidentemente esta respuesta se considera como una broma más del director, pero a la vista de su obra, quizás no haya que echarla alegremente en saco roto.
Con la industria cinematográfica europea que no levantaba cabeza, y con la amenaza de un conflicto bélico por delante, en 1940 Hitchcock, se traslada a los Estados Unidos, donde desarrollará lo mejor de su prolífica carrera.
Su llegada a Hollywood coincidirá, como no, con una nueva oleada de artistas e intelectuales que llegaban buscando refugio de la persecución nazi. Algunos de ellos no encontrarán nunca acomodo en el modo de vida americano; otros, estando en desacuerdo con el engañoso “american way of life”, no dejarán de denunciarlo repetidamente, hasta que su impertinencia les haga acreedores de la persecución y el exilio. Pero muchos, como Hitchcock, no tendrán ningún problema en acomodar su apariencia al gusto de la conservadora sociedad norteamericana.
Desde un principio, y debido al prestigio que traía de su país, pocos problemas encuentra para empezar a trabajar, ya con un cierto nivel. No son proyectos de gran presupuesto, pero se le permite disponer de los actores y los medios propios de las grandes productoras. Esto, unido a la capacidad para asimilar los avances que el lenguaje cinematográfico estaba experimentando y filtrándolos con su personal inteligencia, hará de sus primeras obras americanas (“Rebeca” (1940), “Enviado especial”, “Matrimonio original”), si no, sus mejores realizaciones, sí considerables éxitos de taquilla.
Este entendimiento, entre los intereses del mercado y la capacidad de adaptación del director a sus exigencias, harán que la obra de Hitchcock recorra formalmente todas las tendencias y modas que el transcurso del tiempo habría de imponer. Nunca sabremos si por gusto, obligado por su temor al enfrentamiento al sistema, o como subterfugio de su mentalidad jesuítica de no poner en peligro el negocio, Hitchcock, frecuentará en cada momento los lugares comunes de todos los filmes comerciales, pero, por una parte, dotándolos de una cada vez mayor calidad cinematográfica, y por otra, escamoteando, como con timidez, sus propuestas, acerca de la naturaleza humana y su convencional comportamiento.
La primera obra en la que el director inglés explota la fórmula magistral “tema de moda-tras-ensayo ético” es en “Sospecha” (1941), en la cual, apuntándose a la actualidad del psicoanálisis, desarrolla una discutida y controvertida tesis sobre las neurosis a la que pueden conducir los prejuicios sociales. Con un final comprometido, en el que el protagonista, la “star” Cary Grant, nunca podía terminar como el malo de la película, Hitchcock, se encuentra por primera vez con las exigencias del marketing, exigencias que frente al espíritu dócil de nuestro director, no costaría mucho solventar, ajustando el guión donde fuera necesario. Premisa que se repetirá con frecuencia y, paradójicamente, aquí será precisamente donde resida una de las grandezas de la obra de Hitchcock: basar el éxito de toda su carrera en el inestable equilibrio entre los intereses y las emociones.
Tras su anecdótico problema con Cary Grant, y su imprescindible imagen bondadosa, Hitchcock, como no, se aprovecha del candente tema de la guerra europea para rodar “Sabotaje” (1941), en el que tras una intriga de espionaje, insiste en sus fobias de persecuciones equivocadas, de encuentros amorosos, en el azar y en la ineficacia institucional. Sin olvidar que estamos en tiempo de guerra y hay que incluir los inevitables apuntes propagandísticos a favor del tío Sam. Actitud, por otro lado, a la que estaban obligados en aquellos años todos los cineastas, y que pocas veces se le podrá reprochar a Hitchcock.
De hecho, su siguiente filme “La sombra de una duda” (1943), nada tiene que ver con la vigente guerra. Con todos los medios por primera vez a su entera disposición, aborda en clave psicológica, la dualidad en la personalidad de los humanos, con una técnica influida claramente por los trabajos de Welles, consigue, a juicio de muchos críticos, una de sus mejores películas. Desde luego, si no la mejor, sí la que marca una de las frecuentes y positivas inflexiones en su cine.
No obstante, la ingente producción a la que somete su trabajo, le hace retomar el ambiente bélico ese mismo año con “Náufragos” (1943) y tras la psicoanalítica “Recuerda”, termina su eventual temática política con una de sus mejores obras “Encadenados” (1946), en la que la excusa del manido espionaje, da pié a un profundo estudio del “nada es lo que parece”, entre los tres personajes principales, Ingrid Bermang, Cary Grant, y Claude Rains.
Con el film difícil y de escaso éxito “El proceso Paradine”, en el que afronta la obsesión amorosa, y que más tarde retomará con mejor suerte en “Vértigo”, da por terminado su contrato con el prestigioso productor David O. Selznick; a partir de aquí decide convertirse en su propio empresario que financie y recoja los frutos de sus obras. Semejante aventura, solamente alcanzará a dos películas, pues, tras el fracaso económico de estas, la Atlantic Pictures, deberá cerrar sus puertas discretamente, y su director estrella, volver a la poderosa y consolidada Warner.
La primera, y por tanto, penúltima película de esta nueva aventura será “La soga” (1948), en la que su insistencia por el comportamiento humano, se diluye en el estrafalario experimento técnico de prescindir del montaje, esto es, rodar toda la película en una sola secuencia. Como experimento podría servir, aún renunciando a sus más arraigados principios de montaje; pero su mayor y definitivo error fue, el insistir con el invento en su siguiente trabajo “Atormentada”, que acabó con la quiebra de la Atlantic Pictures.
Tras su forzosa vuelta con las grandes productoras, rueda, siempre con buen rendimiento económico y dentro de su calidad acostumbrada, “Extraños en un tren” (1951), “Yo confieso” (1952) y “Crimen Perfecto” (1953), películas en la que destaca su perfecta planificación del guión, su exigencia en la elección del reparto, y como siempre una entretenida historia de suspense (McGuffin), bajo la que subyacen las obsesiones que metódicamente desgrana el cine hitchcockniano.
En plena edad de oro de Hollywood, punto y aparte requiere su siguiente trabajo, “La ventana indiscreta” (1954), que marcó otro de los puntos álgidos en la carrera de Alfred Hitchcock. Filme claustrofóbico, que aglutina desde la soledad en las grandes urbes, hasta el miedo al compromiso emocional; o desde la inoperancia policial, hasta la morbosidad del espectador; donde se cuestiona, veladamente en clave de comedia policíaca, la ética que implica el voyeurismo de la prensa, del espectador y del mismo cineasta.
Con “Atrapa a un ladrón” (1955) a medida de su venerada Grace Kelly y “Pero ¿Quién mató a Harry?” , del mismo año, Hitchcock, da rienda suelta a su humor inglés y olvidándose momentáneamente de sus preocupaciones existenciales, arremete irónicamente contra la doble moral, que frente al sexo y la muerte, mantienen las más conservadoras iglesias anglicanas y presbiterianas. Parece aquí tomar venganza de su condición de “insólito” que le otorgaba desde su niñez el pertenecer a una confesión minoritaria, como es la católica en el mundo anglosajón.
Tras estos trabajos, llamemos menores, Hitchcock, entra en la que será la etapa cumbre en su carrera; si a lo largo de este medio siglo se había anotado obras maestras como “La sombra de una duda”, “Encadenados” o “La ventana indiscreta”, a partir de aquí, y durante una década, se van a suceder ininterrumpidamente una serie de títulos antológicos, que consolidarán a nuestro director como uno de los indiscutibles de Hollywood.
Su siguiente película, “El hombre que sabía demasiado” (1956), es una nueva versión de su propio filme homónimo de la época londinense, ahora corregido y mejorado con más de veinte años de experiencia. El carácter lúdico que imperaba habitualmente en su producción, va dejando terreno a posiciones más serias, y la sonrisa amable que provocaba su ironía, se irá convirtiendo en una mueca en el espectador, tras adivinar los cada vez más crudos razonamientos que se desprenden de sus historias. En este caso, las consabidas aventuras entretenidas y simpáticas, encubren una reflexión sobre la fragilidad de los esquemas en los que se sustenta la idílica familia occidental.
Quizás el límite de complejidad, lo alcance con “Vértigo” (1958), en donde la búsqueda del destino, más allá de la muerte, confiere a la película una profundidad difícil de desentrañar en una visión superficial.
Dificultad extraña en su filmografía, pues el director inglés siempre había procurado compatibilizar que la misma película tuviera una lectura simple y entretenida, a la vez, que subyacían en ella otros planteamientos más complejos, para los amantes de los jeroglíficos. Así pues, en “Con la muerte en los talones” (1959), su siguiente filme, Hitchcock recupera su habitual repertorio de persecuciones perseguidas, sus azarosos amoríos, o su causticidad institucional, todo ello, en medio de su personal suspense. “Con la muerte en los talones”, nos parece la hermana mayor, sobretodo, de “Los 39 escalones”, pero también rescata, ahora en plan de gran producción, ideas de “Sabotaje”, “Encadenados” o “Atrapa a un ladrón”.
Con esta película, los incondicionales del cine de evasión volverán a reconocer a su pícaro de siempre, tras la alarma de la intelectualizada “Vértigo”. Pero después de este descanso, Hitchcock continuará en una línea austera, buscando implicaciones cada vez más espinosas. Así, rueda seguidamente las dos obras más carismáticas de su carrera: “Psicosis” (1960) y “Los Pájaros” (1963), películas que se pueden encuadrar fácilmente en el género de terror. Terror por la forma en la es tratado su desarrollo, y terror por la problemática sobre la que nos hace reflexionar: los abismos de la mente humana, la indefensión ante el caprichoso azar, la angustia ante lo incontrolable,…, el miedo. Temas que venía repitiendo sutilmente en toda su filmografía, pero que ahora se nos pone serio el imprevisible maestro.
Con este mismo talante, abordará en “Marnie la ladrona” (1964), las secuelas psicológicas de los traumas sexuales en la infancia. Pero lo que cuatro años antes era una genialidad, ahora, mediados los sesenta, con la vanguardia trasladada a Europa, en forma del cine directo del “neorrealismo” o la “nouvelle vague”, la forma de trabajar de Hitchcock, empieza a quedar desfasada, el psicoanálisis ya no se lleva, el rodaje en estudio queda obsoleto, y las “super star” americanas son directamente rechazadas. Con este panorama, no es de extrañar que esta vez, la película fuera masacrada por la crítica e ignorada por el público.
Si bien es cierto que, transcurrido el suficiente tiempo, se ha incorporado “Marnie” a los clásicos, también es cierto, que marca el claro declive de tan prolífico trabajo. Sus siguientes filmes “Cortina rasgada” (1966) y “Topaz” (1969), no harán más que confirmar la cruda realidad, con sendos fracasos de crítica y de taquilla.
No obstante, cuando ya se le consideraba un viejo dinosaurio viviendo de sus rentas, reaparece para regocijo de sus incondicionales, a sus setenta y tantos años, con “Frenesí” (1972), en la que un remozado Hitchcock, vuelve a hacer las delicias del personal, con todos sus antiguos planteamientos, mostrados son su habitual forma entretenida y amena, incluso adaptándose a la evolucionada estética imperante en el cine de esta época.
Reaparición que culmina, ya enfermo y anciano, con la que será su última obra cinematográfica “La trama” (1976), trabajo que pocos esperaban tan lúcido, en el que aglutina, de una forma sencilla y modesta, su última lección sobre cómo hacer cine.
Pocos años después, en 1980, Sir Alfred Hitchcock muere, dejando tras de sí el misterio que transpira, tanto su obra, como su personalidad. Nunca sabremos si sus películas encerraban profundas reflexiones, o eran simples entretenimientos; si los temas escabrosos quedaban ocultos tras un tratamiento ameno, por miedo al compromiso ético o por temor al fracaso comercial; si las sugerencia que se desprendían de su múltiples lecturas, correspondían a su opinión, o eran simplemente otro truco más para captar al sector de público más intelectual.
Si bien es cierto que su compromiso personal estuvo siempre nadando en la ambigüedad, de lo que sí queda clara constancia es de su maestría haciendo, simplemente, cine; además, por supuesto, de abarrotar “el montón de butacas que había por llenar”.
(Texto año 2000)